martes, 27 de julio de 2010

Bailar la luna


“Tomo un frasco de vino y voy a beberlo entre las flores.

Siempre somos tres-con mi sombra y mi amiga la luna fulgente.

Por suerte, la luna no bebe y mi sombra ignora la sed.

Cuando canto, me escucha la luna en silencio.

Cuando danzo, danza mi sombra conmigo.

Siempre, después de una fiesta, los huéspedes deben partir:

No conozco yo esa tristeza.

Cuando vuelvo a la casa me acompaña la luna y mi sombra me sigue”

Li Po, La pequeña fiesta.




(A Victoria)

En un intento de crónica, me aventuro a narrar un cuerpo en perpetuo movimiento. Digo perpetuo, porque hasta cuando no se mueve, ondula. Y digo movimiento, porque cuando comienza su danza, el tiempo se detiene.

Las manos se retuercen, llegan hasta la boca, y se cierran, susurran un paisaje en secreto, y desaparecen luego en un giro eterno. De repente el círculo que es su cuerpo se violenta y se hace rigidez, se vuelve pared impenetrable, concreto gris que se rasga con las uñas, y brota la sangre.

Me invita a desesperarme

(a des-esperarme, a no querer esperarme más)

Y me pregunto: ¿cómo se baila la luna?

Y ella me enseña, y me muestra (quizás sin saberlo) que la luna se baila mientras se la bebe. Mientras nos hundimos en ella, en aquel bello reflejo que Li Po intentó abrazar, y en cuyo ahogo lumínico, sucumbió finalmente.

Y le pregunto: ¿cómo se baila la luna?

Y no me contesta,

Porque hoy, ella es la luna.


martes, 6 de julio de 2010

Instrucciones para pelar una mandarina



Otra vez el mundo gira allí. Ya lo he visto pelar miles de mandarinas, y el universo sigue manifestándose en cada gajo.

Primero la elige, si hay alguna madura en la pila, primero se come ésa, la más factible a desaparecer. Después la pela a cuchillo (el cuchillo que sólo usa para esa tarea), lentamente, entrecerrando los ojos por si salta algo de jugo al arrancar los trozos de cáscara. Con su gesto de pelar mandarinas: la punta de la lengua asomándose entre los labios.

Una vez que quitó toda la cáscara, comienza a remover todos los hilitos blancos (esos que mi abuela decía que eran buenos para el estómago…), uno por uno, sin quitar el que queda en el centro, al modo de una tapita, y uniendo todos los gajos, y debo reconocer que me pone muy nerviosa el hecho de estar esperando que lo quite, y no lo quita…

Después mete el cuchillo entre gajo y gajo, en aquellos intersticios que preservan los últimos rastros de naturaleza salvaje, y saca los hilos mínimos, casi imperceptibles, que han quedado.

Ahora la mandarina brilla naranja, apetitosa, abierta al deseo, sin disfraces, completamente desnuda y desprotegida. Pero la tapita blanca continúa allí, vaya uno a saber por qué mística razón.

Finalmente la mandarina se rinde a la presión de sus dedos y queda expuesta a su mirada de orgullo. Orgasmo frutal que dura lo que dura ese ver.

Mandarina en su pedestal cotidiano.