jueves, 19 de febrero de 2009

Cenizas de oro

"Cuando me hallé ante la gran puerta exterior
del Rokuonji, mi corazón latió con fuerza, como era
lógico; iba a contemplar la cosa más bella del mundo"

Mishima, Yukio; El pabellón de oro


Llegó de regalo. Difícil de conseguir, por cierto, pero ahí estaba. Envuelto, dedicado, todo para mí. Toda la memoria de un acontecimiento irrepetible se abrió una vez más al desgarrar el papel. Recuerdo haber leído las palabras de Marguerite Yourcenar acerca de él, y quedar conmovida sin saber. Recuerdo haber estado ahí, como cortada de otra fotografía y pegada luego, al fenomenal e irreal paisaje. Pero de verdad, estuve, estuvimos ahí. Sí, tuvimos, tenemos, tendremos siempre, la prueba, nuestro “esto ha sido” atascado en nuestra experiencia.
Demasiada belleza para contemplar de una vez, y no querer cegarla, a modo de preservación, de autosalvataje interior. Una belleza demasiado cruel. Imposible, secretamente imposible de tolerar.
Ashikaga Yoshimitzu, tercer shogun, decide finalizar sus días en un bello palacio que manda construir en el año 1397. Luego de su muerte, y siguiendo su expreso pedido, el palacio es convertido en un monasterio zen. El paisaje físico de emplazamiento es étereo: hacia el norte, las montañas de Kunigasa, hacia el sur, un bello estanque, el estanque espejo (Kyooko-chi). Imposible. Imposible decidir hacia dónde mirar, secretamente imposible decidir qué imagen es la verdadera (¿importa?). Tres estilos arquitectónicos conviven: shinden, de tipo doméstico, zen, en el segundo piso, y hokei, en el techo, rematando con un fénix de bronce. Los dos últimos pisos fueron cubiertos enteramente por planchas de oro. El pabellón de oro es la única pieza que sobrevive sin haber sido destruída o modificada luego de las guerras. Pero en el año 1951, sobreviene el fuego: Yoken Kayashi, un acólito del templo, (llamado por algunos “monje loco”) lo deja reducido a cenizas, intentando suicidarse después. Kayashi muere en prisión, cumpliendo su condena. Su madre, sumida en la vergüenza, se arroja de un tren en movimiento.
En 1955, se realiza una réplica exacta del Kinkakuji, y en ese mismo año, Mishima se adueña del relato (¿imaginario?) de un destino, un destino de cenizas que brillan en el espejo interior de la belleza que más duele: la imposible.

“No veía el Pabellón de Oro. Solamente volutas de

humo,llamas que subían hacia el cielo. Nubes de chispas

caían entre los árboles,y el cielo, por encima del templo,

era como una constelación de granos de arena de oro.”



Mishima, Yukio, El pabellón de oro.