La
verdadera belleza solamente llega a descubrirla aquel que mentalmente completa
lo incompleto.
Kakuzo
Okakura; El libro del té.
La falta. Un hueco, un
agujero, un espacio que hay que llenar a como dé lugar. Mirar el cuenco y ver
allí girar “nada” y no la nada. Posar los dedos en el borde, notar lo irregular
y tender a la completud. Abrir los ojos y querer llenarlo todo, no poder
soportar el vacío retinal. Ella se abraza. Ensaya eternamente la puesta en
escena de una posibilidad: la de estar plena. Embarazarse de sinsentido, estar
grávida y tambaleante, sin firmeza, endeble, estirar los dedos, juntar las
manos, y arrojarse al abismo. Ser capaz de dejarse atravesar por el acontecer
natural de todo lo que la rodea, sin oponer resistencia. Como al tragar, y
sentir el cálido líquido verde pasar a través de la garganta, a través de los
poros, a través de todos los sentidos, y dar al cuerpo el permiso de ser el
refugio temporal, el albergue instantáneo de una corriente sin rumbo. Despegar
los ojos pegoteados y apreciar la sencillez de aquellos pocos objetos que la
definen. Objetos únicos, irrepetibles, en concordancia con su temple, pero
también con su espacio sagrado.
Volver a los bordes, después de tanto
tiempo. Palpar con la piel lo irregular de la carne, que se hace barro en un
instante. Acariciar desesperadamente un vacío, y meterlo entre los labios,
apretado, y beber lo incontenible, hasta que quede expuesto el dolor y el
placer de saberse incandescente. Volverse fuego, y tierra, y aire, y ser
líquida otra vez.
Ya todo se ha limpiado,
higienizado, purificado. Ahora sí podemos vaciarnos de tan plenos que estamos.
Ahora sí podrá ella dejarse ir en su tazón, porque los bordes, también están
hechos de vacío.
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