En
términos generales, los occidentales construimos para perdurar; los japoneses
para desaparecer.
Lafcadio Hearn; Kokoro.
Pretender que estar es en
realidad no haber estado nunca. Pretender que el “ahí” es un no lugar, y que
hoy, o mañana, quizás sea nunca jamás. Estar ante la propia imposibilidad de
saberse existente, presa, anudada en conceptos, pegada a la tela de araña del
lenguaje que intenta definirla. Sentir que las arañas caminan por su cuerpo
libremente, haciéndole cosquillas, y que trazan allí una ruta imperceptible,
rizomática, y sin centro. Desaparecer del propio paisaje. No querer perdurar,
porque estar siempre es estructurar la propia muerte. Ella se construye de a
pedacitos. Ensambla sus propias piezas, sin saber qué hará con aquellas que
sobran, y ya no encajan en el plan trazado. Dibuja con crayones la calle de su
deseo, sin saber qué hará cuando se acaben los colores y el camino no llegue
nunca a su fin. ¿Qué hará con sus rincones?, quizás decida abolir las esquinas
de su mapa, borronear la línea y albergar lo curvo. Porque los espacios rectos
a veces están rotos y desvanecidos, así como se rompen y se desvanecen los ojos cuando ya no toleran que nos miren.
La ausencia de solidez en
nuestra estructura no es una falta. Es en realidad, aquello que nos da pánico.
No poder armarnos, anudarnos, clavarnos, asegurarnos firmemente para no
volarnos, y quedar inmovilizados eternamente, resistiéndolo todo, nos causa
pavor. Ella se ha dado cuenta. Sabe que si no afloja su soga, no tendrá oportunidad
de rehacerse, reconstituirse, recrearse. Sabe que lo único sólido será su
sepulcro, entonces… ¿para qué asirse? Si cierra sus ojos, tiene miedo de
desaparecer. Le han enseñado que perdurar, es ser percibida por los otros, es
hacer del propio cuerpo un monumento indestructible.
Ella ha aprendido a
jugar, arma y desarma sus propias piezas, y ya no teme no ser recordada.
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